El brasier, tal como lo conocemos hoy, fue patentado en 1914 por Mary Phelps Jacob, una joven estadounidense que buscaba una alternativa más cómoda al corset, esa armadura que oprimió a las mujeres durante siglos.

Lo que comenzó como un acto de autonomía –coser dos pañuelos de seda con cintas– fue rápidamente absorbido por la industria de la moda, que encontró en el sujetador un nuevo símbolo de feminidad, control y consumo.

Durante el siglo XX, el brasier se convirtió en una pieza casi obligatoria del clóset femenino. En los años 30, marcas como Maidenform introdujeron la idea de las tallas por copa, estandarizando cuerpos y reforzando una lógica de clasificación visual del pecho femenino.

Ya no se trataba solo de cubrir o contener: se trataba de moldear y exhibir.

El sujetador también ha sido objeto de resistencia. En los años 60 y 70, el movimiento feminista lo colocó en la mira como símbolo de opresión. Las imágenes de mujeres quemando brasieres se convirtieron en íconos de la lucha por la liberación corporal, aunque muchas de esas escenas fueron más mito que realidad.

Hoy, el debate sigue vigente: ¿es el brasier un accesorio de comodidad, una herramienta de seducción o una imposición cultural?


El problema no es el bra en sí, sino la falta de libertad para decidir si usarlo o no sin enfrentar miradas morbosas, comentarios, o incomodidad ajena.

En una época donde se reivindica el derecho al cuerpo libre, elegir llevar pezones visibles no debería ser un acto político. Pero lo sigue siendo.

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