Ariadne Rodriguez

En las últimas dos décadas, la moda global ha experimentado un fenómeno que, lejos de ser pasajero, parece consolidarse como un signo de época: la preferencia por lo neutro, lo minimalista y lo monocromático.

Desde el auge del “quiet luxury” hasta el dominio de estéticas como el clean girl, los guardarropas se han ido despidiendo del exceso cromático. Este fenómeno puede leerse a través del concepto de cromofobia, término acuñado por David Batchelor en su ensayo Chromophobia (2000), que se refiere a la desconfianza histórica hacia el color en la cultura occidental.

El rechazo o temor al color no es nuevo. Batchelor rastrea cómo, desde Platón hasta la modernidad, el color ha sido asociado con lo femenino, lo exótico y lo superficial, mientras que la ausencia de color, particularmente el blanco, el negro y los tonos neutros, se vincula con lo racional, lo serio y lo civilizado. Esta jerarquía cultural se refleja en la moda contemporánea: vestir de negro o beige no solo es una elección estética, sino un gesto que comunica estatus, sobriedad y pertenencia a una élite cultural.

La popularidad de las paletas apagadas también dialoga con una búsqueda de anulación del yo frente al bombardeo visual de la era digital. En un contexto saturado de estímulos pantallas, publicidad, redes sociales, la moda monocromática ofrece un refugio simbólico: la neutralidad como resistencia al ruido del mundo.

En términos sociológicos, vestir sin color se ha convertido en una forma de capital cultural (Bourdieu, 1984). Mientras que los estratos populares suelen asociarse a estampados vivos y colores brillantes, la élite global abraza una paleta minimalista como marca de sofisticación. Aquí la cromofobia no es mera estética: es un lenguaje social. En un sistema donde el lujo ostentoso pierde valor frente al lujo silencioso, el no-color se vuelve un símbolo de poder. Lo “sobrio” adquiere un aura de intemporalidad que refuerza la idea de consumo consciente, aunque en muchos casos siga respondiendo a dinámicas de hiperconsumo.

Fuente imagen: Pinterest

No obstante, la ausencia de color también puede leerse como homogeneización cultural. Las grandes urbes se han llenado de armarios uniformes que replican las mismas gamas neutras, invisibilizando la diversidad cromática que caracteriza a culturas no occidentales. Esta tendencia podría interpretarse como una forma de colonización estética: la supremacía de lo neutro sobre lo vibrante.

Paradójicamente, mientras las pasarelas celebran cada temporada el regreso del rojo, el azul eléctrico o el verde ácido, el consumo masivo persiste en su fascinación por lo “seguro”. La cromofobia, entonces, refleja tanto un miedo a lo efímero como una necesidad de pertenencia a un ideal de modernidad.

La cromofobia en la moda no es solo un asunto estético: es una expresión cultural que revela cómo pensamos el poder, el género, la identidad y la clase social. En su aparente neutralidad, los no-colores hablan más fuerte de lo que creemos: son el espejo de una sociedad que, en su búsqueda de sofisticación y calma, termina confesando su miedo a la diferencia y a lo incontrolable del color.

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