Ariadne Rodriguez

En estos últimos días he sido más consciente de algo que jamás pensé cuestionarme: a casi 27 años, viviendo con mi pareja, siendo económicamente independiente y teniendo total autonomía sobre mi vida, tengo el poder de ejercer mi libre albedrío… pero casi nunca lo hago. La idea apareció de la manera más banal: en mi fiesta de cumpleaños quise aventarme al pastel para darle una mordida enorme, una escena casi infantil, divertida, liberadora, y aun así me detuve. ¿Por qué? Yo pagué ese pastel, llevaba ropa que no me importaba ensuciar y estábamos tan pocas personas que no había razón para no hacerlo. Entonces, ¿qué me frenó?

La respuesta llegó horas después, cuando entendí que la sociedad nos ha entrenado para hacer todo “de la manera correcta”: cómo vestirnos, cómo actuar, cómo reír, cómo llorar… incluso cómo celebrar. Cuando éramos niños, la experimentación era parte natural de jugar, de conocer el mundo, de relacionarnos con lo que nos rodea. Pero conforme crecimos, las “buenas maneras” empezaron a caer sobre nosotros como reglas indiscutible, introducidas por una cultura que no tolera el tropiezo, ni la experimentación como parte del proceso. Y esto afecta todo, incluso la forma en la que nos vestimos. Nos enseñaron que hay días y espacios “más importantes” que otros, que las lentejuelas son solo para la noche y que experimentar con la ropa es algo que se hace en privado, cuando nadie te ve, cuando estás aburrida y “no pasa nada”.

Pero por el amor de Dios: ¡tengo libre albedrío! ¿Acaso no puedo usar lentejuelas un martes por la mañana? Puedo, mi trabajo no exige uniforme, nadie me lo prohíbe, y aun así el miedo al juicio, al “cringe”, al qué dirán, se instala como una barrera invisible. Nuestro libre albedrío existe, sí, pero está condicionado por normas sociales que se filtraron silenciosamente en nuestra vida diaria hasta convertirse en piloto automático.

Al hacerme consciente de esto, me prometí ejercitar mi libertad con más intención. No es que vaya a ignorar toda etiqueta o sentido común, pero quiero permitirme hacer cosas sin temor a salirme del canon. La próxima vez que quiera morder mi pastel como si tuviera cinco años, lo haré. Y usaré esos vestidos que guardo para “días especiales” un martes cualquiera, sin motivo extraordinario, únicamente porque me nace.

Porque la verdad es que estoy cansada. Cansada de reprimir mis impulsos más simples por cumplir con un estándar que nadie pidió, cansada de esperar permiso para disfrutar mi propia vida. Si tengo libre albedrío, quiero usarlo. Quiero volver a experimentar, a probar, a jugar con mi forma de vestir y de vivir. Al final del día, lo único verdaderamente incorrecto es seguir negándome la posibilidad de ser quien quiero ser, incluso en los gestos más pequeños.

Tendencias