Aquí el Sol aprendió a escribir. Párpados de piedra en equinoccio y la luz tan antigua como el maíz.

Los muros tiemblan con el resplandor que no es solo amanecer, sino relámpago, nos recuerda que nuestra vida depende del cielo, que hay calendarios respirando bajo la tierra y que el día puede ser sombra si el astro lo dicta.

Espejo verde, Xlakah parece inmóvil, casi muerto, como un o j o d e a g u a q u e o l v i d ó parpadear. Basta acercarse y respirar con él para sentir la vida aferrada a su oscuridad, raíces que beben silenciosas, peces diminutos que sobreviven al mito de su muerte, ecos de ofrendas que alguna vez tocaron el fondo. El agua viva es, en verdad, una memoria pulsante.

Y entre estas piedras e s c r i t u r a s s i n t i n t a , megalitos abandonados en el monte, una cicatriz sobre un cuerpo vivo late entre eras, una ciudad que no terminó de irse, una fe que no terminó de llegar, un santuario donde la luz, el
agua y la piedra negocian cada día qué parte del tiempo les pertenece. Todo parece ruina, algo sigue escribiendo.

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